Sígueme en:

Sígueme en:
- Instagram: @delunado
- Twitter: @delunad0

Puedes suscribirte por correo aquí abajo y se te notificará cada vez que actualice mi blog:

jueves, 19 de noviembre de 2020

El paseo de Ramón.

Ramón se despertó con un dolor de cabeza impresionante, tirado en una acera. No sabía qué había pasado, pero a su alrededor podía ver manchas de sangre seca y un trozo de tela destrozado. Cuando se puso de pie, un mareo intenso le recorrió todo el cuerpo, haciéndole tambalear.

En realidad, Ramón ya estaba acostumbrado a eso. Cada mañana despertaba de la misma forma, tumbado en una acera. Sin embargo, cada vez le acompañaba algo distinto. Hoy era un trozo de tela, ayer fue una televisión portátil y mañana sería un cassette de Nino Bravo. Eso sí, las manchas de sangre seca siempre estaban ahí.

Tras recomponerse, Ramón comenzó a caminar por la acera. Doce árboles grises adornaban el camino, si es que a eso se le podía llamar adornar. Árboles escuchimizados, podridos, que el ayuntamiento había mandado plantar unos días atrás. <<¡En esta ciudad no hay cabida para la belleza!>>, clamaba la alcaldesa cada vez que le preguntaban por los árboles. Y Ramón estaba de acuerdo.

Escarbando en sus bolsillos encontró un par de euros bastante sucios, casi mohosos. Tuvo que decidir si gastarlos en las tragaperras o en un café con leche. Escogió el café; hoy tocaba drogarse. Vagamente le sonaba que había una cafetería en la Esquina del Trasto, la zona de la ciudad donde más accidentes de tráfico se habían producido hasta ahora. Se puso en marcha hacia allá, cojeando cada tres pasos.


-------------------------------------------------------------


Unos diez minutos más tarde llegó a la puerta del “Cafre Café”. Entró sin pensarlo demasiado, pues de lo contrario quizás se arrepentiría.

Una semioscuridad espesa inundaba todo el local. En las paredes colgaban marcos sin fotos, tapando los huecos por donde las ratas solían entrar. Un poco más alejado, un cuadro gigante del Fary era velado por un pequeño altar, el cual tenía encima una vela negra encendida.

Ramón se acercó a la barra, donde una “persona” totalmente calva y con un tono de piel casi azulado miraba al infinito, mientras fregaba un vaso partido por la mitad con una bayeta llena de polvo. Tras unos segundos de duda, Ramón se acercó y se dirigió al barman:

— Perdone, ¿podría ponerme un café?

— Hhggg… sss… — el “hombre” giró lentamente hacia Ramón, y se quedó mirándole.

— Un café, por favor. Un café. Con leche. — Ramón empezó a dudar sobre si allí podría tomar su café.

El barman se giró sobre sí mismo con parsimonia. Se acercó a una máquina oxidada y le dió un par de golpes en seco. La maquina vibró. Puso una taza bajo el grifo de la máquina y unos segundos después el café estaba listo. El “hombre” llevó la taza a Ramón, y la soltó en la barra con tal fuerza que medio café quedó desparramado por ella.

— ¡Joder! Me has derramado el café, gilipollas. — dijo Ramón, enfadado —. Y encima no me has echado la leche. ¡Ponme otro!

El barman se acercó de nuevo. Cogió la taza con una mano y la puso a la altura de la barra, mientras que con la otra intentaba empujar el líquido derramado, para devolverlo al interior de la taza. Cuando terminó, tras escurrir unas gotas de su manga, le devolvió el café a Ramón.

Ramón empezó a sentir náuseas ante tal acto. Sin mediar palabra, se levantó y se acercó como pudo al cuarto de baño. El baño era todo lo contrario a un baño. Ramón pensó que era un <<cuarto de ensuciarse>> segundos antes de echar lo poco que tenía en el estómago al váter. No era el primero.

Salió del baño determinado a irse de allí, cuando vió algo de lo que no se había percatado antes. A la derecha del altar al Fary había una máquina tragaperras preciosa. Los botones estaban hechos de diamante cincelado, los adornos de la caja mostraban una escena idílica para Ramón, una playa paradisíaca con un par de hermosas mujeres en bikini. Relamiéndose, se acercó sin pensarlo, mientras aún comprobaba que tenía los dos euros en el bolsillo.

Unas instrucciones grabadas en el frontal de la máquina decían lo siguiente: <<Pulse el botón de “Jugar” y la ruleta empezará a girar. Pero antes, asegúrese de haber introducido dos euros por la ranura correspondiente. Pero antes, asegúrese de estar en sus plenas facultades para participar en un juego de azar. Pero antes, asegúrese de tener una red social donde apoyarse en caso de caer en adicción. Pero antes, asegúrese de contar con la atención necesaria a la porción de población adicta por parte del Estado o gobierno en legislación. Nos preocupamos por usted. >>

Ramón nunca había aprendido a leer, y los garabatos que adornaban la máquina le parecieron espléndidos, muy hermosos. Intuyó que debía introducir los dos euros en la máquina y, como le habían enseñado, debía pulsar el botón central.

Cuando la ruleta comenzó a girar, Ramón no podía apartar la vista de los colores y luces que brotaban por cada rendija de la máquina. El primer giro no tuvo recompensa. En línea se mostraban tres imágenes: una cabra, un biberón y una cruz cristiana. Ramón sabía que sólo si las tres imágenes eran iguales ganaría algún premio. El segundo giro tampoco fue afortunado. Esta vez, otras tres imágenes distintas se habían alineado: una sierra metálica redondeada, una montaña con un castillo derruido encima y una esvástica. Ramón tragó saliva, asustado.

Si el tercer giro no era premiado perdería sus dos euros, y era lo único que le quedaba. Con algo de miedo, Ramón pulsó el botón para dar comienzo al tercer giro. Unos segundos después, las tres figuras alineadas eran iguales: tres cabezas de bebés sonrientes, con unos mofletes gorditos. La máquina empezó a emitir un fuerte sonido de victoria, muy alegre, aunque algo estridente.

Ramón no podía creerlo. Al fin, al fin lo había conseguido. El dinero empezó a caer de la máquina, aunque Ramón no sabía cuánto esperar. Quizás fuera el premio más bajo, quizás sólo recuperara los dos euros. Sin embargo, el dinero cayó y cayó, sin parar. Un euro tras otro repiqueteaba contra la bandeja metálica de la máquina.

<<¡Soy rico, joder, rico!>> pensó Ramón. <<Con este dinero podré empezar de 0. Me compraré un traje, alquilaré una habitación de hotel y me prepararé para buscar trabajo. De hecho, quizás podría estudiar un poco antes, podría hacer algún curso de electricidad o informática, que está muy de moda. Sí. Pensándolo mejor, podría alquilar un apartamento y vivir allí, estudiar una carrera y después buscar trabajo. Saldré de fiesta los viernes e intentaré encontrar a una chica que me quiera para, cuando empiece a trabajar, poder tener uno o dos hijos y formar una familia.>>

El dinero no dejaba de caer. Ya rebosaba la bandeja y saltaba al suelo, amontonándose a los pies de Ramón. <<Después de estudiar y formar una familia quiero tener mi propia empresa. Ojalá mi padre siguiera vivo, porque estaría muy orgulloso de mí ahora. Quiero una empresa de sillones, que eso siempre se va a vender. Me podré sentar en mi sillón de jefe mientras mis empleados trabajan sin descanso. Que sufran lo que yo he sufrido, ¡este es mi momento!>>, seguía pensando Ramón.

Clank, clank, clank. Los euros ya formaban un gran montón en el suelo. De hecho, había tanto dinero que no parecía posible que hubiera salido de la máquina. Mientras Ramón seguía imaginando su brillante futuro, la máquina empezó a temblar. Unos segundos después reventó, y cientas, miles de monedas cayeron al suelo. Pero las monedas no estaban quietas, sino que del propio cúmulo siguieron naciendo más y más monedas.

Esto asustó un poco a Ramón, que nunca había visto nada igual. Miró al barman, que seguía detrás de la barra, mirándole. Sonriendo como buenamente podía y respirando con dificultad.

Las monedas no dejaban de multiplicarse, y ya habían llenado todo el suelo del café, casi cubriendo los pies de Ramón. Este se acercó a la puerta, no sin recoger todas las monedas que podía por el camino, e intentó irse, asustado. Pero la puerta estaba cerrada. El barman empezó a reír, una carcajada gutural que desembocó en una tos horrible.

No existía otro lugar por el que salir del local, por lo que Ramón aceptó su final. Había sido demasiado fácil. Sólo con dos euros no podría haber ganado nunca tanto. Aunque según ha oído, había gente que consiguió levantar todo un imperio desde un simple garaje. Qué suerte la de ellos.

Las monedas ya casi llegaban a la altura de la boca de Ramón. El barman seguía tosiendo, había estado tosiendo todo ese rato, sin parar. Pronto las monedas le harían callar para siempre, de una vez.

Minutos después, Ramón se encontraba sumergido en las monedas. En el fondo no se estaba tan mal, era casi como volver al útero materno. Al menos, Ramón podría decir que había muerto millonario. Un gran honor.

Casi no podía respirar ya cuando una moneda se coló por la garganta de Ramón. Decidió ir camino a los pulmones, para acabar más rápido con todo. Unos segundos después, Ramón ya estaba muerto.

-------------------------------------------------------------


Ramón se despertó con un dolor de cabeza impresionante, tirado en una acera. No sabía qué había pasado, pero a su alrededor podía ver manchas de sangre seca y un cassette de Nino Bravo. Cuando se puso de pie, un mareo intenso le recorrió todo el cuerpo, haciéndole tambalear.

En realidad, Ramón ya estaba acostumbrado a eso. Cada mañana despertaba de la misma forma, tumbado en una acera. Sin embargo, cada vez le acompañaba algo distinto. Hoy era un cassette de Nino Bravo, ayer fue un trozo de tela y mañana sería una cinta VHS de Harry Potter y la Piedra Filosofal. Eso sí, las manchas de sangre seca siempre estaban ahí.

domingo, 15 de noviembre de 2020

La Muerte y el Lirio

La Muerte paseaba tranquila, sosegada, por aquel esplendoroso lugar. Árboles frutales rebosantes de vida y color se erguían gigantescos y muy quietos, sólo mecidos ligeramente por el suave viento. A pesar de ser muchos, nunca estaban lo suficientemente juntos como para que sus copas taparan demasiado los calientes rayos de sol, que se proyectaban desde el cielo. Un río ligero y transparente corría hasta donde la vista podía alcanzar. La Muerte caminaba a su orilla, descalza, sintiendo el fresco del agua en sus pies. 

A pesar de encontrarse en el lugar más bello de todos, la Muerte se sentía algo triste. Ella sabía que hoy buscaba al Lirio, porque había llegado su momento. Y caminó durante horas, todas las horas necesarias para encontrarle. Y a cada paso, su tristeza aumentaba un poco.

El Lirio no era consciente de nada. Disfrutaba de su alrededor, de él mismo, pensando en su infinitud, de la cual estaba muy seguro. Tenía claro que viviendo allí no podía pasarle nada malo. Ciertamente, a veces grandes corrientes de aire irrumpían sin aviso, empujando a todo ser viviente, casi arrancando algunos de los árboles. Otras veces, negras tormentas agitaban los aires, nubes oscuras que impedían ver los rayos del Sol se cruzaban, y algún relámpago azotaba los aires sin avisar. Pero, al fin y al cabo, allí no podía pasarle nada, pues estos eran procesos naturales que siempre habían existido, y no podían hacerle daño real.

Tras demasiadas horas de paseo, la Muerte finalmente encontró al Lirio. Estaba allí, casi en el centro del mundo, rodeado de otras pequeñas plantas, acariciado por curiosos insectos que jugueteaban a su alrededor. La Muerte observó durante un momento la belleza del Lirio: era una planta hermosa, grande, blanca y azulada. Aunque alguna de sus hojas parecía algo triste, en general transmitía fuerza y seguridad. Nada podía pasarle. 

Pero la Muerte se acercó, se agachó, y con uno de sus dedos rozó al Lirio, casi sin tocarlo. En ese momento, un silbido asustado cruzó el mundo entero. La Muerte suspiró, y sin pensarlo demasiado, acarició uno de los pétalos del Lirio, esta vez de forma firme. En ese momento, un temblor sacudió la tierra, como una queja, un aviso. Los animales que pululaban cerca del lugar salieron nerviosos, asustados, despavoridos. Los insectos volaron lejos de allí, y las plantas se encogieron, casi como si quisieran volver dentro de la tierra.

La Muerte miró al Lirio fijamente durante unos minutos. Entonces, acercó de nuevo su mano, pero esta vez agarró al Lirio por el tallo y lo arrancó de cuajo, sin pensarlo. 

Cuando el Lirio fue arrancado, el cielo se tornó rojo como la sangre de inmediato. Otro temblor, esta vez enorme, partió la tierra en dos, en tres, hasta en cuatro partes. Los animales se volvieron locos, huían hacia ningún lugar a toda prisa. La fruta de los árboles se pudrió de inmediato. Los insectos caían al suelo, envenenados en su propio miedo. El río se secó al instante, soltando un vapor asfixiante y doloroso de respirar. Las montañas se sacudían sobre sí mismas, las nubes tomaron formas demasiado horrorosas para contemplar. 

La Muerte, todavía con el Lirio en la mano, que empezaba a marchitarse, miró al cielo. La Luna y el Sol, que se habían juntado para despedirse, giraban demasiado rápido. Agudizando un poco la vista se podían distinguir enormes cometas, seguidos de una estela rojiza, que impactarían brevemente contra el mundo. La Muerte miró al Lirio, volvió a suspirar, y con un ligero movimiento lo hizo arder en sus manos. Cuando la combustión terminó, lanzó las cenizas del Lirio al mundo, donde reposaría para siempre en secreto.

La Muerte volvió a mirar al cielo, y se cubrió la cara con las manos. Unos segundos después se desvanecía, pensando que, en algún momento, otro Lirio crecería, y en que, probablemente, tendría que venir a por él. 

Justo cuando la Muerte se fue, el primero de los cometas impactó contra la tierra, justo en el lugar donde el Lirio había nacido y crecido, y donde ahora reposaban sus cenizas.

jueves, 14 de junio de 2018

Camino.

Las hojas, de un anaranjado rojo oscuro, caen perpetuamente, como un reloj circular y su tic-tac, a cada lado del camino. La blancazulada niebla envuelve todo, todo. Abraza las hojas, los árboles, el camino, a ti y a mí. También nosotros nos abrazamos. Y un tiempo después, dejamos de hacerlo.

Te miro y me devuelves la mirada, no vaya a ser que te quedes con ella y no pueda volverte a mirar. Te sonrío para devolverte tu sonrisa, no quisiera quedarme con ella y que no puedas volverme a sonreír. Uno le ofrece la mano al otro y empezamos a marchar en línea recta, siguiendo el camino.

La niebla es densa, aunque me permite ver bien tu rostro, tu cuerpo y, sobre todo, tu mente. No puedo decir lo mismo del camino, que podría dejar de existir tres pasos más allá y no me daría cuenta hasta estar cayendo en el vacío. Las hojas tampoco son visibles si no me acerco al extremo del recto sendero, pero sí que se oyen caer al suelo y crujir al ser pisadas por algo o alguien invisible.

A pesar de ser este un camino ideado para la reflexión solitaria, estas aquí conmigo. Quizás sea lo mejor para una reflexión más sentimental, menos racional. Cuando somos dos, estos pensamientos deben formularse en voz alta, para atacarlos fácilmente desde dos flancos a la vez, pues no siguen la acostumbrada lógica unidireccional y unívoca.

Ninguno quiere turbar el hipnotizante sonido de las hojas cayendo. Es agradable. Es reconfortante. Es casi deseado. Pero es inevitable romperlo. Uno de los dos dice algo y poco después ya nos encontramos en una conversación larga y profunda. A veces nos turnamos, a veces hablamos a la vez, pero siempre escuchamos todo. Con nuestros pasos por el camino, y los del reloj por el tiempo, todo fluye perfectamente, y en nuestro camino interior y personal nacen bifurcaciones, crecen montañas y se condensan mares.

Tras una pequeña carcajada de felicidad, provocada al mirarte fijamente, parpadeo y todo es negro. Al abrir los ojos no sé dónde me encuentro, si es que me encuentro en algún lugar. Una negrura impermeable me rodea, y al no tener más opción que caminar en ella, lo hago. Me asusto porque no estás y porque estoy solo, o quizás porque no sé si estoy solo. Errabundo, hasta que una pequeña luz blanca y cálida me atrae. Allí soy consciente de que estoy pisando algún líquido, una fina capa de lo que parece agua, aunque bajo la luz ese líquido es inexistente y solo queda piedra yerma.

Un libro grande y cerrado reposa sobra un tosco pedestal. Me acerco y lo abro, por cualquier página, pero solo veo símbolos incomprensibles. No entiendo nada, nada. Como no tengo ningún objetivo en aquel lugar me dedico a investigar el libro a fondo. Lo abro por la primera página, amarillenta y totalmente lisa, como si aquel libro no hubiera sido jamás abierto, ni siquiera para escribirse. Página tras página, trazos ininteligibles se dibujan y deslizan de una a otra hoja. No hay nada que hacer con este libro, este es el pensamiento que va escarbando en mi mente.

De repente, en cualquier página desconocida, letras que sí conozco se presentan. Leyéndolas, dicen tal que así:

<<Estás solo. Aquí, allí, en el camino de la reflexión, en la cueva del cambio, siempre y para siempre. Estás solo cuando tus átomos interactuan con otros átomos y vibran y se retuercen de felicidad. Estás solo cuando lloras, aunque no solo llores cuando estás solo.
Pero no te preocupes, pues esto es irremediable y solo hay que aceptarlo. Tu compañía, y la de todos, son los fantasmas mentales, las imágenes creadas de otros sistemas en tu propio sistema. Quizás es peligroso, pues estos reflejos cambian a velocidades vertiginosas y pueden marear la existencia. Solo aprende a convivir con ellos.
Solo contigo.>>

No soy consciente de cuánto tiempo transcurrió mientras leía y releía ese pequeño (y único) fragmento. Cuando las palabras se grabaron a fuego en mi mente y pude apartar la vista del libro, noté que dos cosas habían cambiado, una interior y otra exterior.

En mi interior algo se había encendido, algo que sentía como obvio y primitivo pero que había estado oculto hasta entonces. El reconocimiento de la soledad que trasciende las relaciones sociales, de la individualidad infinitamente desconocida para todos los demás, a veces incluso para uno mismo. En el exterior algo se había apagado, las luces que iluminaban el libro. Ya no lo veía, pero otra cosa llamó mi atención: unas sombras de luz semi-danzantes, moviéndose unos metros más allá.

Acercándome a esas figuras descubro que me son familiares. Las observo más de cerca, quizás con algo de temor, y descubro que son ellos, todos ellos. Los conozco, claro. Intento dirigirme a alguno en concreto, pero no me hacen caso, me miran y veo cómo su rostro cambia cien veces en el mismo instante. Intento hablar más fuerte, más claro, pero nada funciona. El ritmo de su movimiento aumenta, sus caras son irreconocibles debido a la velocidad del cambio. De repente, todo cesa. Ellos se paralizan, cada cambio acaba, y yo abro los ojos.

Y vuelves a estar ahí. Es lo primero que veo cuando regreso al camino, a ti. Tus ojos están tristes, mirándome fíjamente pero evitando mi mirada, preguntándose "por qué". Agacho la cabeza y te abrazo. Un abrazo largo, firme y aclarador. Pienso si existe la posibilidad de enseñarte lo que he visto y río amargamente, por dentro. Te observo y tu rostro quema ese amargamiento, dejando solo la risa.

Poco después, de la mano, comenzamos a caminar otra vez, junto con las hojas y la niebla. Nos hacemos preguntas y las intentamos responder, agradecidos de tenernos para ello. No nos cansamos de seguir la línea recta que lleva al horizonte. Nuestros dedos se entrelazan más firmemente que nunca.

domingo, 29 de abril de 2018

Somnolienzo. (1)

A pesar de que no existe, este es uno de mis lugares favoritos. Sólo recuerdo una habitación, aunque no sé si era la única. Quizás formara parte de una antigua ciudad inmensa, o puede que simplemente existiera como un templo aislado en mitad de la nada. Independientemente de su localización, lo que importa es el interior.

Si algo tengo claro es que era eso, un templo. Pero un templo sin dioses, e inundado. Un templo viejo, de piedra blanquecina, puede que griego, aunque me gusta pensar que de una civilización desconocida. Muchas columnas desgastadas aguantaban el techo, que tenía una forma casi triangular. Como he dicho, el templo estaba inundado, y el agua cristalina reposaba elevada hasta la entrada. Lo más bonito era (o es) la luz.

La luz era preciosa, perfecta, con una trayectoria milimétricamente acertada. Rebotaba en el agua y salía al exterior de nuevo, pues ningun cristal ni vidrio existía que se atreviera a tocarla. Las columnas se encontraban separadas unas de otras por unos pocos y necesarios metros. Todas las formas allí presentes se mostraban en una colocación casi divina, pues nada se encontraba fuera de lugar, ni sobraba, ni nada más era necesario de ser en aquel lugar.

También me recuerdo a mí, bajo el arco de entraba. Miraba fascinado aquello, embelesado, y soy capaz de afirmar que ha merecido la pena vivir sólo por el simple hecho de haber disfrutado esas vistas. No siempre me ha transmitido lo mismo, pero sí que hay un punto en común: la calma. Es un lugar apartado del tiempo y el espacio, etéreo y perfecto, lejano de la realidad. Y calmado. Moriría con una sonrisa si supiera que aquel lugar me espera detrás.

A pesar de su aparente inmaculez y perfección, no lo veo como un lugar de simple observación. Podría afirmar que nadar en esas aguas es la mejor experiencia que alguien puede "vivir" (sí, yo lo he hecho, y no sólo, sino acompañado por muchos otros). A veces deseo drenar toda el agua y sentarme en el suelo del templo, a leer en la tranquilidad absoluta, a pensar en la tranquilidad absoluta, a ser en la tranquilidad absoluta. A veces añoro bucear en la infinita transparencia líquida de aquellas aguas, esperando encontrar algún secreto oculto en alguna grieta también oculta de la pared.

Pero no es eso lo que quiero ahora, no. Me apetece entrar a aquel lugar contigo, mostrarte su belleza. Sentarnos en el borde, mojar nuestras piernas y que te eches en mi pecho. Abrazarte y, simplemente, existir. Sentir tu respiración y sonreírte y darme cuenta de la imposibilidad de describir con palabras los sentimientos que se cruzan en esos momentos.

Es mi sueño.

Es mi sueño, literalmente. Pues allí, en esa tan extraña inconsciencia diaria, es donde he conocido este lugar, hace tiempo ya, y jamás ha desaparecido de mi mente. Y, si tú vinieras conmigo, estoy seguro de que también sería tu sueño. Nunca se puede olvidar el templo inundado y perdido y, cuando menos te lo esperas, punzadas de nostalgia por algo que nunca has tenido te recorren casi tortuosamente.

Realmente, es una tragedia que nunca puedas verlo.

domingo, 15 de abril de 2018

Náufrago.

El náufrago se encontraba bocarriba, flotando en el agua. Hacía un día espléndido, el radiante Sol calentaba su cara y apenas algunas nubes cubrían el firmamento. Eran estas blancas nubes lo que el náufrago observaba detenidamente, pensando que surcaban el cielo igual que su barco había surcado el mar hasta hace poco.  De hecho, es probable que aún lo hiciera. Si no se había hundido aún, el impredecible aire lo estaría guiando hacia nadie sabe dónde.

Ninguna temible tormenta, ni huracanes destructores, ni siquiera un kraken gigante habían convertido al náufrago en náufrago. Él lo era por convicción propia, nada accidental. Lo más complicado había sido convertirse en uno, y le tomó largo tiempo encontrar la forma propicia de hacerlo.

Al principio pensó que debería estrellar su navío Níveo (así bautizado pues era tan blanco como la nieve) contra alguna costa, para destrozarlo y, con suerte, caer por la borda. Pero deshechó la idea, pues no era seguro que fuera a sobrevivir al impacto. La segunda idea fue hacer unos agujeros en la parte más baja del barco, para conseguir que se hundiera. Pero, a pesar de parecer un buen método, le tomaría demasiado tiempo, pues era el único tripulante de la nave, y también acabó descartándolo. Quería ser náufrago, pero quería serlo ya.

Muchas otras ideas cruzaron su mente: intentar que el barco fuera atracado, acercarse a las zonas más climatológicamente peligrosas del mar, e incluso fingir una aparatosa serie de resbalones que desembocarían en una poco fortuita caída. Sin embargo, siempre surgía algún tipo de problema. Finalmente, y tras mucha reflexión, el aún no náufrago se colocó en la proa, miró al extenso infinito del horizonte, y saltó. Ni siquiera saltó de cabeza, simplemente se impulsó un poco y dejó que la gravedad actuara.

¡Plash! Su cuerpo turbó el monótono movimiento del agua durante unos instantes, hasta que el recién estrenado náufrago consiguió colocarse bocarriba. Flotaba, podía respirar sin problema. Una calma interna empezó a invadirle, se sentía mejor que nunca. Y, un tiempo después, aquí se encontraba, mirando a las nubes y comparándolas con su embarcación.

El náufrago se encontraba profundamente concentrado en sus pensamientos. ¿Hay tripulantes en las nubes? Si los hay, ¿podrían naufragar también? Quizás ya lo hagan y no nos damos cuenta. ¿Y debajo de mí, los seres que vivan ahí, podrán naufragar también? ¿Y pensarán lo mismo que pienso yo cuando ven la parte hundida de los barcos cruzar sobre ellos?

Los días pasaban y el náufrago era feliz así. Iba a morir pronto, claro, pues no contaba con comida y, aunque suena algo irónico, tampoco con agua. Pero no suponía ningún problema para él, pues su elección había sido escogida atendiendo a todos los pormenores. Fijó su vista al horizonte durante un momento, y al observar que se acercaba a tierra, nervioso, dió un giro de 180 grados y empezó a moverse en dirección contraria. No quería en absoluto ser rescatado, pues eso supondría un profundo interrogatorio sobre por qué había cogido tal barco y se había dirigido sólo a alta mar.

Todo era paz y tranquilidad. Rumor de agua.

Pero el final estaba cerca, él lo notaba. Apenas podía ya sostener la vista y respiraba con dificultad, pero su mente estaba en ebullición constante, las ideas fluían como nunca. Habría sido magnífico que algo de ello hubiera quedara escrito. Sin embargo, esas últimas conexiones mentales se apagaron para siempre al poco tiempo, bajo un Sol y sobre el agua de los que brotan la vida. El náufrago había pasado de ser un náufrago a un naufragio para su ser.

jueves, 1 de febrero de 2018

Como si nunca.

Te miro como si nunca te hubiera visto,
como si fueras una extraña reliquia
que quiero grabar a fuego en mis pupilas
antes de perder para siempre.

Te abrazo como si nunca te hubiera tocado,
como si pudieras arrancarme el invierno del cuerpo
y hacer nacer las flores de la primavera,
tan llenas de vida, dentro de mis venas.

Te beso como si nunca te hubiera hablado,
como si consiguieras enviarme con tu aliento
el pensamiento más profundo de tu ser,
al que susurro: "quiero volverte a ver".

Me callo como si nunca te hubiera oído,
como si por vez primera volviera
a escuchar tu risa revoltosa,
que mi sonrisa apagada revolviera.

Me rindo como si nunca te hubiera peleado,
como si me rindo a tus incansables cosquilleos,
pues aunque les suplique paz no cesan
y aunque les suplique paz, quiero guerra.

Me muero como si no me dieras vida,
como si nunca hubiera aprendido a nadar
y cayera de nuevo en tus ojos verdes,
inmensos, peligrosos, como el mar.

Pero, sobre todo, te quiero.
Pero, sobre todo, me inspiro.
Sin comparación.

martes, 26 de diciembre de 2017

Canto de la lluvia y gris de la pared.

Tengo frío, vuelvo a temblar bajo mi techo gris. Allí oigo el canto de la lluvia, el cual ya conozco de memoria, pues es siempre el mismo, pero exactamente por eso me reconforta y me ayuda a sobrellevar mi existencia.

Recorro la ciudad de forma cíclica y metódica. Cruzo la esquina de la séptima avenida siempre a las seis en punto, bajo las escaleras húmedas a las nueve menos cuarto y ya a las once y media me encuentro tumbado bajo mi techo gris. El murmullo incesante de muchas lenguas me acompaña en mi viaje. Y esto es siempre así.

A pesar del frío y la rutina, me gusta esta vida. De hecho, no podría existir si no fuera de esta forma. Los tonos grisáceos y el canto de la lluvia son mi motor y mi esencia, y son ellos los que me impulsan y me permiten vivir. Si tuviera miedo de algo, sería de perderlos.

La ciudad luce desinfectada, limpia, pura, ausente, como un marco paisajístico ajeno al ser. Las personas, los seres que la concurren y la transitan, irradian un hedor a corrupción, desequilibrio, impureza, destrucción, como unos personajes abocados al caos y el desorden. Pero se necesitan el uno al otro.

La ciudad sin sus seres sería una mera decoración en el vacío infinito, una bomba de silencio, pues nadie podría contemplarla y adorarla o desear destruirla, y los sonidos de las vastas lenguas no rozarían sus paredes. Ni siquiera se podría hablar de la ciudad, pues sin los seres es solo un sinsentido indefinible.

Los seres sin su ciudad serían puro caos, aniquilación del mínimo orden en su máxima expresión, un torbellino de oscuridad deslumbrante e infinita locura, y un colapso de sonidos que mataría a la propia música. Ni siquiera se podría hablar de los seres, pues sin la ciudad son sólo polvo de estrellas maligno.

Yo viajo entre el gris de las paredes y bailo al son del canto de la lluvia, navego en las sombras de los seres caminantes y nado en sus sonidos. Paso frío bajo mi techo. Siento, sé que siento, puedo saborear los colores de la Luna, puedo oír el Mar de Luz desde mi cama y llevar al viento al orgasmo con delicadeza. Siento, es cierto que siento, y eso me hace existir, y tras cientos de tiempos acechando a la ciudad y sus seres, al fin me he atrevido a vivir bajo su techo.

Ven a visitarme, por favor.